Se acostumbró al dolor lacerante provocado por las garras que se le clavaban. Cargó día y noche al enorme y presumido pajarraco de alas extendidas. Aplastado y sometido, aceptó sin queja ser un mero pedestal.
Pero cuando el ave de doscientos años perdió el control de sus esfínteres, el nopal desprendió sus raíces del suelo, atravesó a brinquitos el blasón y despareció en el aire, ante el asombro de los espectadores al desfile militar, esa mañana de septiembre.