lunes, 25 de enero de 2010

A DIETA BLANDA

Adán abrió los ojos y algo en el ambiente le hizo sentir que era el único ser vivo en kilómetros a la redonda. Ahora, una planta de plástico era la única compañía que tenía, gracias a que su perro había muerto de hambre tras rechazar la gelatina sintética que le servía como única opción de alimento.

Un solo sobre de esa sustancia, no mayor a uno de café en polvo, era suficiente para mantener al cuerpo sin hambre durante una semana entera, rezaba una leyenda impresa en el reverso del pequeño contenedor, que también advertía que su abuso podía provocar tremendas alucinaciones e incluso daño cerebral irreversible.

Hace meses, decenas de cajas con cientos de sobres habían sido repartidas por militares entre los habitantes del pequeño pueblo, unas cuantas horas antes de que, al sonar las sirenas, fueran enviados a los refugios subterráneos, construidos en los laberintos de una vieja y enorme caverna.

En ese entonces, todos en el bunker pensaron que la extraña epidemia que se decía asolaba al pueblo no tardaría más de un par de semanas en ser controlada, tras lo que todo volvería a la normalidad.

Pero eso no sucedió.

Los días dieron paso rápidamente a las semanas, sin que ninguna noticia alentadora del exterior llegara a oídos de la población, que vivía en condiciones cada vez más deplorables. Los reportes electrónicos que en un principio llegaban de forma diaria a los ciudadanos, de pronto se volvieron semanales, para desaparecer por completo en la sexta semana de encierro.

Durante ese periodo, la gente comenzó a darse cuenta de que la gelatina insabora solamente desaparecía la sensación de hambre, y que sus pocos nutrientes eran insuficientes para mantener a una persona de pie por tanto tiempo.

Al cumplirse el segundo mes de reclusión, un grupo de hombres intentó salir del refugio para obtener comida para los más pequeños. Adán no los acompañó, pues sentía sus fuerzas minadas por la falta de alimento. De cualquier forma, no tuvieron éxito, pues la puerta metálica que daba al exterior estaba completamente sellada. Salir o entrar parecía imposible.

Cuando supo del intento fallido, no se sintió culpable, pues sabía que con su delgaducho cuerpo poco o nada habría ayudado.

Hacia el tercer mes la desesperación entre los pobladores llegó a su grado máximo, justo el día en que el primer niño murió de desnutrición, según señaló el doctor del pueblo. Al paso de las siguientes semanas, lo mismo pasó con los más débiles, que comenzaron a caer uno tras otro, como si fuesen fichas de dominó. ¿Sería esto una versión en miniatura de lo que estaba sucediendo en la superficie?, se preguntaba Adán.

Tomó toda una noche de intensa discusión decidir el destino de los cadáveres, cuya cantidad iba en aumento. Finalmente se concluyó que, para evitar cualquier tipo de infección que pusiera en riesgo las vidas de los habitantes del enorme bunker, los cuerpos deberían ser arrojados al incinerador donde todos los desechos tenían su fin, antes de que el mecanismo dejara de funcionar. Adán no dejaba de pensar en lo irónico que resultaba preocuparse por morir de una infección, cuando no había un solo alimento decente que llevarse a la boca.

Para el sexto mes, la población había reducido drásticamente a la mitad. Las cajas con el odiado alimento sintético estaban por vaciarse, aunque Adán se sentía amargamente aliviado por ello, pues si bien se trataba de lo único que podía comer, la sensación de tragar esa sustancia era muy desesperante, ya que se deslizaba tan lento por la garganta que uno temía morir asfixiado.

Fue así que, una mañana de mayo, tal como indicaba la fecha de un reloj electrónico cuyo parpadeo persistía en una esquina del refugio, Adán descubrió que el silencio era su único acompañante. Al despertar, intentó dejar su camastro para ponerse de pie, pero las piernas no le respondieron. Su perro tampoco.

Con muchas dificultades, se arrastró al umbral de la puerta más próxima para que sus ojos comprobaran que se encontraba completamente solo. El cuerpo deteriorado y retorcido de otro hombre yacía sin vida a unos metros. Adán encontró en esa figura cierta similitud con la apariencia final de aquellos soldaditos de plástico a los que le gustaba prender fuego cuando era niño.

El hombre había muerto hace ya dos días, pero él no había logrado moverlo de su lugar. Simplemente era una tarea imposible para sus fuerzas.

Siguió arrastrándose hasta llegar al cuarto que en un tiempo sirvió como consultorio. Tras varios minutos, logró subir a una silla de ruedas. Comenzó a desplazarse lentamente por el cuarto hasta llegar al estante que guardaba las jeringas. Al encontrar una, decidió regresar a su cuarto. Estaba decidido a hacerlo.

Minutos después, todo estaba dispuesto. Insertó la gruesa aguja en el sobre de gelatina que había guardado para una última emergencia y llenó la jeringa con ella. Con una sonrisa amarga, recordó la advertencia impresa en el reverso del sobre y pensó que la mejor forma de gastar sus últimos minutos era producir una alucinación que lo alejara del infierno en el que se encontraba encerrado.

Odiaba las inyecciones, pero no tenía el humor ni la mandíbula para atragantarse con la sustancia, así que supuso que llegar al torrente sanguíneo era la vía más rápida. Dolió un poco al principio, pero cuando lo efectos de la gelatina comenzaron a hacerse presentes, el malestar desapareció.

La promesa se hizo efectiva. Súbitamente, Adán comenzó a volar a gran velocidad sobre los campos de trigo que adornaban las afueras del pueblo para, unos segundos después, sumergirse desnudo en las cálidas aguas de un río tornasol que lo recibió con los brazos abiertos, mientras el aire se saturaba con música de Los Beatles, su grupo favorito.

De pie en medio de la corriente, mientras sus neuronas comenzaban a disolverse, la sonrisa plena de Adán se vio interrumpida cuando escuchó a lo lejos el sonido de ladridos, seguido de voces amplificadas por megáfonos.

La explosión controlada que derribó la puerta del bunker no fue suficiente para despertarlo.
Usted acaba de padecer otro experimento literario de Jorge Tovalín, como parte del Taller de Cuento que ha estado tomando en la Ibero.

martes, 5 de enero de 2010

¿Y SI VAMOS A TOLANTONGO? (The Final Chapter)

Finalmente, después de 5 meses de retraso, tuve chance subir las fotos faltantes de mi paseo a las grutas de Tolantongo.


A medio camino nos detuvimos a desayunar una barbacoa muy sabrosa en un mercadito. Eso me recuerda que los baños del mercado eran la cosa más kool-aid que he visitado (¡ninguna puerta estaba completa!, bueno, sólo la mía, afortunadamente).
Cesár preguntando: ¿Creen que estemos muy lejos de Tolantongo?


En el micro que nos condujo por aridísimos terrenos, antes de llegar a la muy verde región de las cascadas.


























Preparando la cena el buen Trucu
























Los gorditos agarrados de la mano



El tradicional baile alrededor de las llamas
Si no fuera por el vapor que captó la cámara (el cual no se distingue a simple vista), ustedes podrían ver lo chido que están las grutas.
Las fotos para el calendario





















Sí, muy serenos, muy relax. Tres horas en el agua sulfurosa y calientita.
¿Se habrán dado cuenta los tres tipos de que no se pusieron bloqueador y de que aunque no se siente el rigor solar, se están dando la quemada de su vida?

Por cierto, el sol me achicarró la cabeza, por lo que estuve arrancándome cachos de piel del coco como por dos semanas.

lunes, 4 de enero de 2010

LA RANA DEL BANJO

Desde hacía varios meses la miraba embelesada cada vez que ella se dignaba a aparecer. No le importaba que jamás usara una gota de maquillaje. Con todo y su cara pálida, completamente lavada, ante sus ojos no había, al menos en la Tierra, nada que se le comparara, nada más brillante que ella.

Era por eso que, profundamente enamorada, cada tarde la rana se paraba en la punta de la rama más elevada del altísimo pino que sobresalía en la loma, sólo para cantarle a la luna, acompañada de su pequeño banjo, fabricado con una cáscara de pistache.

Hasta el momento, los intentos de la rana habían sido infructuosos. Lo único que parecía conseguir en sus largas jornadas de canto era un dolor de cuello y calambres constantes en las ancas, tras horas y horas de lanzar al aire sonidos inconexos. Pero el enorme satélite permanecía impávido ante el croar del anfibio, quien sin embargo nunca perdía la esperanza de lograr un acercamiento con su amada.

A la rana le tomó algo de tiempo comprender que no todas las noches le sería posible ver a la luna en su esplendor, pues eran raras las ocasiones en que se dejaba ver de frente. A veces aparecía de perfil y en otras ocasiones ni siquiera asomaba la nariz. La rana entendió esto como una señal de indiferencia.

Conforme pasaban las noches, la rana se desesperaba al no lograr contacto alguno con la chica de sus sueños. Finalmente, una tarde se dio cuenta de lo obvio: tenía que aprender a hablar, era la única solución.

A la mañana siguiente, después de desayunar moscos con miel, la rana salió de casa, saltando y saltando por un par de horas, hasta que llegó a la biblioteca del pueblo más cercano. Una pesada puerta giratoria le cerraba el paso, por lo que tuvo que esperar a que un anciano que cargaba varios libros para devolución entrara al edificio.

Brincó escaleras arriba y entró al área abandonada donde se guardaban los diccionarios y las enciclopedias. Todas lucían muy grandes y pesadas para ella, por lo que se dirigió hacia El Pequeño Larousse Ilustrado que se encontraba en la parte baja de uno de los estantes.

Encontró que la contraportada ofrecía más de 57 mil palabras y sus significados, locuciones, expresiones, etimologías y conjugaciones verbales. La rana no lo dudó más y al no tener ningún compromiso pendiente, decidió quedarse en la biblioteca, devorando el libraco situado bajo sus patas. Seis días le bastaron para volverse una completa docta en las letras hispánicas, más una tarde adicional que pasó estudiando el contenido de un cancionero, sobre el cual cayó dormida de cansancio.

Al amanecer del séptimo día, salió arrastrándose a causa del hambre y la sed. Casi murió decapitada en su intento por dejar el edificio, pues unos niños entraron corriendo por la puerta giratoria más rápido de lo que ella podía despegarse del suelo para saltar en dirección contraria. Para su fortuna, llovía en el exterior, lo cual la reanimó para emprender el viaje a casa.

Después de comer guayabas, la rana tomó un baño, se perfumó, afinó su banjo rápidamente y tras ello, lo amarró a su espalda. Ya era media tarde y sólo faltaban unas horas para que cayera la noche.

La rana llegó a la punta del pino más temprano de lo que imaginaba, lo cual en cierta forma la puso ansiosa. No quería que pasara ni un solo segundo más para demostrarle con palabras sus sentimientos a la luna.
Tras varios minutos que parecían semanas, por fin apareció. A pesar de lucir inexpresiva, distante y fría, en esta ocasión se veía completa, gigante, e hipnotizante como siempre.

Un poco nerviosa por encontrarse al fin frente a su amor platónico, la rana comenzó a vocalizar, mientras un torbellino de canciones le pasaba por la cabeza. ¿Cuál sería la indicada para empezar la serenata? ¿Qué canción podría llamar la atención de su enamorada? ¿Tenía buen aliento?
No lo pensó mucho más y comenzó a tocar los primeros acordes de una melodía que había aprendido y que comenzaba diciendo “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez”.

Conforme las notas comenzaban a elevarse en el aire, la rana se dio cuenta de que el estado de ánimo de la luna cambiaba. Ahora se veía más radiante, y podía adivinar una suerte de sonrisa reprimida en sus labios. ¡Sí, la canción era un éxito!, pensó la rana, antes de seguir cantando, ahora más fuerte, mientras se alzaba sobre las puntas de sus patas, que amenazaban con despegarse de la rama para hacerla caer.

Por fin, la luna abrió sus ojos y miró a la rana, que por medio de las estrofas suplicaba por un beso. Con un guiño aceptó cumplir la solicitud de su pretendiente, por lo que se agachó hasta donde la rana para darle aquello que tanto anhelaba.

Lamentablemente, al mismo tiempo que la luna entregaba sonriente su primer muestra de aprecio al batracio, una sexta parte de la población mundial murió aplastada de forma instantánea, mientras que los sobrevivientes que no perecieron por la onda del impacto y sus consecuencias cataclísmicas, fueron condenados a atestiguar el rápido congelamiento del planeta, propiciado por la abrupta salida de la Tierra de su órbita natural.
***Usted acaba de sufrir otro experimento "literario" de Jorge Tovalín. Nuestro más sincero pésame por las neuronas que acaba de perder por culpa nuestra.

domingo, 3 de enero de 2010

MY BEST FRIEND'S WEDDING

Pues diciembre fue época de doble fiesta, porque el famoso Trucu llegó al altar, tras varios años de noviazgo.
La cita fue en Polanco, donde familiares y amigos acudieron para atestiguar el acto de inmolación (perdón, de devoción) protagonizado por don César Armando Martínez y su querida Erika Martínez (la combinacion de apellidos nos hace suplicar que el futuro bebé no se llame Martín o Martha).
Mientras llegaba la novia, César se encargó de aprovechar sus nervios prenupciales para crear un surco en el pasillo central de la iglesia, el cual, según nos hemos enterado, será aprovechado para administrar el agua bendita con mayor comodidad.
He aquí una foto del Hombre Herramienta, nada nervioso, momentos antes de dar el "oui".
El novio rumbo al cadalso.
Después de unas preguntas capciosas de conocimiento general (nombre de los integrantes del Escuadrón 201, significado de la I en el nombre de Francisco I. Madero), llegó el cuestionamiento más temido de la tarde:
¿Qué carambas significa la terminacion .COM?
Tras recordar el ridículo que hiciera hace unos diez años en un concursito de Espacio (esa expo que arma Televisa cada año) al no contestar adecuadamente (y eso que se la pasaba medio día en lo salones de cómputo de la Prepa 4), el Amo de la Cinta Canela contestó: Pues significa comercio, lo cual desató una oleada de vítores, globos y serpentinas.






Tras reivindicarse con los expertos en Informática, el sacerdote prosiguió con la célebre frase de "The Power of Christ compels you, the Power of Christ compels you", sacándoles el chamuco a los novios, para, acto seguido, declararlos esposos hasta que la tilica los separe (entendiendo que la tal tilica es la muerte y no una stripper checa bulímica de la Zona Rosa).
La sonriente Erika le pasa el acta matrimonial a César, con una copia de la lista del súper.